LOS MERCADOS SON AMORALES Y NO SE QUEJAN DEL COMPORTAMIENTO AUTOCRÁTICO SI ESTE PRODUCE CRECIMIENTO ECONÓMICO.
Desde hace mucho tiempo, Wall Street ha sido como un universo paralelo donde los líderes a quienes los críticos en los medios tachan de villanos autocráticos son celebrados como héroes si sus acciones son un buen augurio para la economía. A últimas fechas, esta separación ha alcanzado nuevos extremos.
Según los críticos, vivimos en una era cada vez más iliberal, o intolerante, poblada de tiranos peligrosamente erráticos. Entre los que encabezan la lista están el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, quien esta semana en las Naciones Unidas defendió a su gobierno de manera desafiante en contra de los alegatos que lo acusan de hacerse de la vista gorda mientras arde la Amazonía; el presidente de Egipto, Abdulfatah el Sisi, cuyo régimen brusco y respaldado por el ejército ha sido objeto de protestas durante la última semana, y el príncipe heredero de Arabia Saudita, Mohamed bin Salmán, quien ha sido criticado de una forma generalizada a causa del asesinato del periodista Jamal Khashoggi a manos de agentes sauditas.
No obstante, los inversionistas globales consideran que este mismo trío son prometedores reformistas económicos, que siguen un manual convencional que podrían haber escrito (y que de hecho a veces escriben) analistas del Fondo Monetario Internacional. Los mercados los recompensan como corresponde. Durante una gran parte de sus recientes mandatos, Brasil bajo Bolsonaro y Arabia Saudita bajo el príncipe Mohamed han sido calificados como dos de los mercados accionarios más candentes del mundo. Hasta esta semana, el mercado con mejor rendimiento durante este año había sido Egipto.
La dura realidad es que los mercados son barómetros amorales y con instintos neutrales del rendimiento económico, y en ocasiones ignoran la brutalidad y los excesos de los tiranos por una simple razón: al enfrentar muy poca o nula resistencia de las legislaturas, los tribunales o los organismos de control, los tiranos pueden aprobar reformas de gran envergadura, en particular en economías emergentes, donde las instituciones políticas y el Estado de derecho son relativamente débiles. Al analizar los registros de 150 países entre 1950 y 2010, encontré 43 casos en los cuales la economía creció a un ritmo anual de siete por ciento o más durante una década entera. Fue impactante descubrir que 35 de esas economías —más del 80 por ciento de ellas— habían sido dirigidas por autócratas.
La desventaja es que las naciones sujetas a los caprichos desenfrenados de los autócratas también son vulnerables a giros violentos de crecimiento y caídas prolongadas. Entre los mismos 150 países, encontré 138 casos en los que la economía creció a un ritmo de tres por ciento o más lento durante una década, y cien de esas economías estaban dirigidas por un autócrata.
Los mercados perciben la naturaleza errática de las economías que dirigen los tiranos y les apuestan en grande a esas figuras hasta el momento en que las reformas pierden impulso. Los mercados bursátiles disfrutaron rachas alcistas en regímenes de autócratas que instituyeron políticas de alto crecimiento, como Augusto Pinochet de Chile, Suharto de Indonesia y Mahathir Mohamad de Malasia en las décadas de 1970, 1980 y 1990.
Después de 2000, surgió una nueva generación de autócratas consentidos de los mercados, la cual encabezan el presidente de Rusia, Vladimir Putin, y el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan. En sus primeros periodos presidenciales, los mercados bursátiles de Rusia y Turquía crecieron, de manera respectiva, unos 100 y 300 puntos porcentuales más rápido que el promedio de los países emergentes. Más tarde, los inversionistas les dieron la espalda a Rusia y Turquía, no porque la autocracia de sus líderes se hubiera vuelto más problemática, sino porque dejaron de implementar reformas económicas severas.
Tal vez por sobre todas las cosas, los mercados buscan estabilidad financiera, una condición necesaria para tener un crecimiento sólido. En la actualidad, aunque hay muchas diferencias entre Bolsonaro, El Sisi y Mohamed, cada uno ha tomado medidas para poner en orden sus finanzas.
Bolsonaro planea reducir el tamaño de la burocracia, vender empresas del Estado y recortar hasta 250.000 millones de dólares en pagos de pensiones que podrían llevar a Brasil a la bancarrota. El Sisi, en parte para garantizar ayuda del FMI, ha elevado los impuestos a las ganancias de capital y a los ricos, y ha disminuido los subsidios al combustible más de un 50 por ciento. El príncipe Mohamed ha tomado medidas enérgicas en contra de los evasores fiscales acaudalados, entre ellos miembros de la realeza saudita, ha aumentado los impuestos a las ventas y ha recortado subsidios energéticos como un mecanismo para reducir el enorme déficit presupuestario.
Los informes de investigación de Wall Street sobre Brasil, Egipto y Arabia Saudita casi no mencionan tendencias autocráticas. En cambio, señalan que las reformas continúan “según lo planeado” en Arabia Saudita, que Egipto es “el mejor en cuanto a reformas” en su región y que “el mercado considera que Bolsonaro es la ‘última oportunidad’ que tiene Brasil para reformar la economía”. En este momento, la brecha entre las narrativas del mercado y de los medios informativos tradicionales es un abismo profundo.
En mayo, un grupo de manifestantes que acaparó los titulares de los periódicos impidieron la llegada de Bolsonaro a Manhattan con cánticos de “fascista”, poco después de que en la reunión semestral del FMI inversionistas globales recibieran como un salvador a su ministro de Economía, Paulo Guedes, quien estudió en la Universidad de Chicago. Una participante (una liberal de Wall Street) me comentó que el discurso de Guedes, en el cual describió los planes de libre mercado de Bolsonaro, era el “más inspirador” que hubiera escuchado en esas reuniones.
Un rasgo que comparten los nuevos tiranos es la tendencia a desdibujar las líneas ideológicas. Las políticas intolerantes suelen integrarse en economías eclécticas de tal manera que es difícil colocarlas en el espectro político convencional que va de la izquierda a la derecha. El presidente Trump, un defensor de los trabajos para los obreros y de los recortes fiscales para los ricos, es un ejemplo prominente de esto. Más que ningún otro presidente estadounidense, Trump ha intentado satisfacer al mercado accionario. Y, a medida que se caliente la batalla por el juicio político, es probable que lo intente complacer más, a su manera errática, tal vez con un veloz tratado comercial con China o insistiendo más para que la Reserva Federal reduzca de nuevo las tasas de interés.
No es ninguna coincidencia que Trump haya alabado a Bolsonaro, El Sisi y Mohamed, quienes ocupan la misma zona gris. El príncipe heredero ha permitido que las mujeres conduzcan autos como parte de una campaña de modernización económica, pero, al mismo tiempo, ha reprimido a los activistas que presionan para que haya mayores derechos para las mujeres. ¿Es de derecha o de izquierda, es progresista o reaccionario, o está más allá de las categorías antiguas?
No es que la gente de Wall Street sea amoral o que casi no les impacten los excesos de los autócratas, sino que su trabajo es ignorar los titulares de los periódicos que describen a los presidentes y primeros ministros iliberales como villanos crueles, y más bien concentrarse en si sus políticas pueden estimular el crecimiento.
Con el alza continua de líderes iliberales en todo el mundo, es probable que esta era política produzca más intolerantes a quienes pueda adorar el mercado.